Un sentimiento de desconcierto me embargó el pasado lunes 17 de diciembre, fecha en la que se conmemora la muerte del Libertador Simón Bolívar. Me encontraba en la plaza Bolívar de Barcelona, en mitad del acto protocolar que preparan tradicionalmente autoridades de la entidad, sentada al final de la fila de personalidades que asistieron a la actividad, cuando me percaté de la presencia de una familia que “desentonaba”, si así se puede decir, con el rígido y casi pulcro panorama de ese mediodía.
La mujer sentada en una de las bancas de la plaza comía restos de lo que me pareció pan endurecido, junto a dos pequeños que supuse eran sus hijos, uno de aproximadamente 3 años de edad y el otro que rondaba los 6. Todos tenían esa piel característica de la pobreza, esa piel que se ve envejecida por el sol, curtida de los meses sin recibir baños de estopa, como moteada por el polvo que levantan los carros. Los pequeños, imagino que atestados de lombrices, cargaban con sendas barrigotas y un hilo de moco espeso que ya parecía más bien una característica común de su fisonomía.
La mujer, con no más de 40 años de vida, mantuvo tan alerta como triste su mirada hacia los uniformes y acicalados trajes civiles que se encontraban en el lugar, cómo a la espera de la evidente ayuda que requería pero que no sé porqué razón no se atrevió a manifestar, tal vez ya agotada o rabiosa de hacerlo.
Un poco incrédula a la mendicidad de mujeres que en similares condiciones pasan toda su existencia, noté que no estaba fingiendo, que su mirada de aflicción era la misma que dirigía para cazar la limosna como para conversar con su compañera de miseria, la pobre alcohólica que se pasea desde hace meses todo el centro de la ciudad peleando con los transeúntes sin motivo aparente.
Pero el sentimiento que me embargó no tenía que ver únicamente con la dicotomía social que pude observar, sino con la equivocada, separada y triste exhibición de lo que practicamos como deberes ciudadanos y deberes de humanidad; pues mientras nos enorgullecíamos de ser patriotas, seres de bien e inteligentes, comprometidos con el mensaje de hermandad y libertad que dio Simón, al mismo tiempo volteábamos el rostro para taparnos del hedor y la mirada abatida de esa mujer que muy probablemente no había desayunado más que esas migas de pan viejo.
Entre tanto, la estatua del padre de la patria, que no era posible advertir por los que nos encontrábamos debajo del toldo, era rodeada de coronas de flores, 16 en total, por grupos de estas personas vestidas de colores y muy costosamente perfumadas. Fue cuando pensé que en lugar de estas flores que sólo servirán para marchitarse a la intemperie y en el tiempo de una semana, mayor y mejor homenaje se daría a Bolívar, si frente a su efigie se levantara un banquete que aliviara la angustia de esa familia, el rostro amargo de esos inocentes pequeños.
¿Pero quien soy yo para acusar a esta altura normas de protocolo, para sentenciar actos tan ancestrales como estos que rememoran “dignamente” muertes o nacimientos? ¿Cómo se me ocurrió imaginar que era mejor callar a la Banda Marcial con su aburrido repertorio de himnos, para poner a los niños de las escuelas invitadas a cantar a todo pulmón y desafino el “Himno de Las Américas”? ¿Cómo se me ocurrió imaginar que un cheque millonario girado a las floristerías ese lunes, podría resolver la subsistencia de una familia por lo menos durante los próximos seis meses? ¿Cómo supuse quebrar el patriotismo cívico militar que se publica como fotocopia todos los años en los periódicos para difundir que a nadie se le olvidó el día en qué murió el prócer mas importante de la historia de Venezuela? Pero es que, ¿Cómo fue qué de imprevisto recordé algunos de estos pensamientos bolivarianos?
“Corramos a romper las cadenas de aquellas víctimas que gimen; no burléis su confianza; no seáis insensibles a los lamentos de vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a dar la vida por el moribundo, soltura al oprimido y libertad a todos”.
“Creo más en el honor que en las pasiones”.
“Es un gran consuelo para un desesperado ver un rayo de luz y esperanza”.
“Hacer bien no cuesta nada y vale mucho”.
“Jamás se muere el hombre de la necesidad. Jamás falta un amigo compasivo que nos socorra, y el socorro de un amigo no puede ser nunca vergonzoso”.
“La gloria esta en ser grande y ser útil”.
“La pobreza conserva la virtud, que es lo más estimable del mundo”.
..."elevar el monumento consagrado a nuestra reconciliación, a la tregua y al derecho común de los hombres. Bien merecía este monumento ser tallado sobre una mole de diamantes y esmaltado de jacintos y rubíes; pero construido en nuestros corazones”...
Simón Bolívar.